Los días son tormentosos en este mundo nauseabundo. Llevo ya cuarenta jornadas de ayuno y siento un intenso deseo de vomitar. Lo hago aquí mismo, sobre el piso. Es sangre con bilis. Entro en un sopor que dura no sé cuánto tiempo; al recobrar la noción de mí mismo, veo a la enorme rata dándose un banquete con la sangre coagulada. ¿Qué más da?… Esta rata probablemente será el único testigo de mi despedida.
Presencio el desfile de gente del G-2 y otros departamentos del Ministerio del Interior que pasan para estar al tanto de mi situación. Hasta un psiquiatra viene a verme. Aquí en las prisiones castristas, los utilizan para desequilibrar al individuo, no para solucionarle las crisis que pueden llevarlo a la demencia. Me acosa con preguntas agresivas tratando de dañar lo que me queda de lucidez.
Después de cuarenta días sin probar alimento me duele el cuerpo como si me hubieran apaleado.
El jefe de cárceles y prisiones, el coronel Medardo Lemus, comienza a hacerme preguntas que rehúso contestar. El sujeto se encoleriza y me dice:
–¿Así que no quieres hablar?
Levanta una pierna y con su bota militar empieza a hurgarme en el abdomen totalmente vacío, en la zona del hígado; me presiona el estómago, los intestinos…
Pasea su bota con una presión que se me hace inaguantable. Me he prometido resistir el dolor sin exteriorizarlo.
– ¿Así que no quieres hablar?
(…)
Pierdo la noción de los días. Me voy y regreso. Paso de unos dolores a otros pero el abdomen me duele mucho. Entre sopores y desvelos tengo alucinaciones. La realidad se me pierde en laberintos.
Salgo de estos raptos de locura y me dijo que sí, que estoy muy mal.
Un día, no sé cuándo, traen a Tony Lamas del calabozo contiguo para dejarlo conmigo; lo traen para que sea testigo.
–Estás a un paso de la muerte –me dice.
Le hablo y no me presta atención, está disgustado y hosco. Tony no me hace caso y me mira como si yo estuviera loco.
Tony habla con los carceleros; está discutiendo con ellos. Los acusa de ser responsables de mi muerte.
Abren la reja. Los carceleros están furiosos con Tony y se lo llevan a empujones. Va dando gritos; unos gritos desesperados que no se entienden.
No sé más.
Lo que veo, entre el sopor, es que me han sacado y me tienen en el suelo. A mi alrededor están Medardo Lemus, el médico Batista y Alipio Zorrilla, delegado del Ministerio del Interior. Hay dos personajes más: Alemán, el director, y Valdés, agente del G-2 en la prisión, que están como espectadores y no se meten conmigo.
¿Qué es eso que me inyectan, que me punza los genitales? Lemus y Batista me pinchan por todas partes. Dicen que me ponen glucosa en las venas para que recupere el conocimiento. Batista me punzonea los testículos con una jeringuilla y habla de bucar el bisturí para castrarme. Lemus dice que «no, porque no está autorizado y si sobrevive es peligroso»…
–Es mejor castrarlo con esto que le estamos inyectando. Si queda vivo se matará por su propia mano –dice Lemus.
(…)
–Alemán, te puedes ir –le dice Lemus al director de la prisión–, aquí no haces falta.
–Dile a Casquillo que traiga el bisturí –le dice Batista a alguien–. Hay que castrarlo. ¿Qué más da?
Lemus sigue aguijoneándome con algo, no sé con qué. Dice que va a inyectarme en las venas una sustancia que me devolverá el conocimiento, de modo que me entere bien de lo que me están haciendo.
Batista me pincha por todo el cuerpo con una jeringuilla. De pronto, me tuerce la nuca violentamente, como para romperme las vértebras; hace que se me escape un gemido.
–Está consciente –dice Batista–. Si estuviera inconsciente no sentiría el dolor, siento lo que hacemos y se hace el muerto.
Zorrilla comenta que siento el dolor pero que estoy loco.
(…)
Batista coge una toalla y me tapa la nariz y la boca. Involuntariamente intento mover los brazos para evitar la asfixia. Mi cerebro se aclara por completo.
Veo muy poco, pese a que tengo los ojos abiertos. Mi mirada debe de ser la de un loco aterrorizado por el dolor, pero aguanto.
Ignoro cuánto tiempo dura esto. Al fin se acaba la fiesta, le temen a algo.
–Definitivamente está loco –dice Lemus.
–Su sensibilidad está intacta, pero le falta poco para desplomarse. No durará mucho, la vida se le está yendo –le responde Batista.
Me arrastran y me llevan a otro lugar cercano.
Dicen que Tony Lamas armó un alboroto cuando se lo llevaban; que iba gritando por el túnel hasta la galera 23: «¡Están asesinando a Huber. Están asesinando a Huber!». Los presos del Patio Militar lo oyeron y hay una actitud de expectación por el escándalo de Tony.
Lo traen de nuevo para que vea que estoy vivo y que miente. Mi hermano Tony llora como un niño viendo el estado en que estoy. Tal vez pueda seguir viviendo, o quizá me rematen cuando se lleven a Tony esta vez. Voy a asirme a la esperanza y que Dios decida.
[…]Repasando escenas, veo con toda claridad que Tony Lamas me salvó con sus gritos y con las amenazas de señalar a los culpables. Más que testigo de mi final, fue mi salvador.
(Huber Matos, Cómo llegó la noche, Tusquets, Barcelona, 2002, pp. 493-498)
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