Ese desprecio por las leyes y por el comportamiento ajustado a Derecho se había observado desde los primeros días del triunfo revolucionario, cuando Raúl Castro, tras un simulacro de juicio revolucionario, había fusilado de espaldas a una zanja a unas cuantas docenas de oficiales de Batista que inmediatamente fueron enterrados sin siquiera esperar a que los médicos certificaran muerte de los ajusticiados. Luego en La Habana –y en toda Isla– se hicieron procesos judiciales públicos, con la presencia de la prensa internacional y de miles de personas que acudían a contemplar el enjuiciamiento de militares y policías acusados de «torturadores» y «criminales de guerra», delitos que no siempre probaban de una manera convincente, pero que con frecuencia acarreaban la pena de muerte por fusilamiento o larguísimas sentencias a cárcel. Es en ese momento en el que los tribunales comienzan a manejar un insólito argumento para imponer las sentencias: surge la condena «por convicción». Si los honrados revolucionarios estaban convencidos de la culpabilidad de un desacreditado batistiano, aunque las pruebas fueran muy frágiles o inexistentes, podían y debían condenarlo con la mayor severidad.
¿Por qué Castro dejaba de ser el revolucionario bueno, el Robin Hood del Caribe, y exponía su imagen al desgaste de comparecer ante la prensa y la televisión como un tipo vengativo y sanguinario que filmaba y proyectaba en los cines las ejecuciones de sus enemigos? Porque estaba convencido de la importancia de la intimidación y el miedo para poder gobernar. Creía que el castigo y el escarmiento eran las dos armas irrenunciables del poder, y así lo reflejaba en su correspondencia personal, donde son frecuentísimas las referencias a Robespierre y su admiración por el terror revolucionario. Esta dureza, por supuesto, no siempre fue compartida por sus subalternos, y, por lo menos en una ocasión, provocó un incidente que comenzó a alertar a la ciudadanía sobre la clase de gobernante que se había adueñado del poder: ocurrió en los primeros meses del 59, cuando fueron llevados a juicio un grupo de pilotos militares acusados de «genocidas», algo que, sin la menor duda, no podían ser, puesto que los bombardeos y ametrallamientos de que les imputaban no iban encaminados a elimiar a ciertas personas por la etnia o la religión a la que pertenecían –que es lo que específicamente define el genocidio–, ni tampoco era posible establecer quién había disparado contra qué o contra quién, pues no existían pruebas ni récords que establecieran una clara responsabilidad de los inculpados. De manera que el presidente del tribunal, el capitán Félix Pena, ante tantas dudas, decidió absolverlos. Cuando esto se supo, indignado, Castro acudió a la televisión, y sin dar tiempo a excarcelar a los militares absueltos, manifestó su certeza sobre la culpabilidad de los pilotos y exigió un nuevo juicio. Naturalmente, éste se llevó a cabo y los pilotos fueron condenados a larguísimos períodos de cárcel. El capitán Pena, avergonzado, se voló la tapa de los sesos.
PS. El pasaje concluye así: «Años después, Castro le aclararía a un visitante las razones que tuvo para mantener en la cárcel a los pilotos: eran los militares más competentes del batistato y los que más relaciones tenían con los norteamericanos en virtud del adiestramiento recibido. Ni siquiera habían sido condenados «por convicción»: todo fue el resultado de un cálculo político. La cárcel no era una venganza, sino una medida preventiva».
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