Dos supervivientes a quienes los jemeres rojos habían obligado a fabricar ese abono humano a la espera de que llegara su turno de ser asesinados permanecían allí. Conmocionados, no habían podido abandonar el lugar cuando llegaron los vietnamitas. Nos dieron un testimonio espantoso. Los yautheas llevaban a sus víctimas, hombres, mujeres y niños, en sus carretas por la noche. Las mujeres y los niños eran separados de los hombres, que debían llevar carros de cáscara de arroz a las proximidades de las fosas. Poco después, se agrupaba a los hombres, las mujeres y los niños en torno a la fosa con los ojos cerrados y los yautheas los ejecutaban dándoles hachazos en la nuca, sin disparos: las municiones eran demasiado caras para Angkar. Los hombres que seguían vivos desnudaban los cadáveres, los arrojaban en las fosas y esparcían las cáscaras: una capa de cadáveres, una capa de cáscara de arroz, y así hasta que la fosa estaba llena, después los regaban de petróleo y prendían fuego. Veinticinco horas después, acudían a recuperar las cenizas para pasarlas por un tamiz. Las osamentas que habían resistido eran reducidas a polvo a golpe de mortero, las cenizas se almacenaban en sacos de yute para ser esparcidas en los arrozales como abono. Esos monstruos decían que era un abono ecológico y gratuito para las arcas de Angkar.
Denise Affonço, El infierno de los jemeres rojos, Libros del Asteroide, Barcelona, 2010, p. 199.
junio 2, 2011
Ignoramos estas atrocidades porque no pasaron en el Mundo Occidental. Lo consideramos menos importante porque seguimos considerandolo propio de «razas inferiores». Es más fácil, popular, políticamente correcto acusar de genocidas a unas ideologías que a otras.