El Estado, central hidroeléctrica
He aquí una lámpara portátil de luz eléctrica. La tengo sobre mi mesa de trabajo; pero está desconectada y no da luz. Fuera, a kilómetros y kilómetros de distancia –a centenares de kilómetros quizá–, un torrente, que procede a su vez de cumbres muy remotas, se precipita sobre el llano con ímpetu fragoroso, desarrollando en su caída una fuerza gigantesca. Y ya no sé más sino que la fuerza del torrente se transforma en energía eléctrica por medio de unos aparatos llamados turbinas, y que esta energía eléctrica es servida a domicilio desde una central gracias a una enorme red de alambre instalada al efecto.
Como digo, mi lámpara está desconectada sobre la mesa y no produce ni el más tenue rayo de luz. Es un objeto tan inerte como el pisapapeles, cuya misión consiste precisamente en la inercia, o, más aún que inerte, es un objeto muerto, algo así como si dijéramos un cadáver de objeto. Para infundirle alma y vida sería necesario captar en favor suyo una parte infinitesimal de la energía que aquel torrente lejano, cuya evocación acabamos de hacer, desarrolla en su caída vertiginosa, y esto, que a un hombre de hace ochenta años le parecería quimera o desvarío, es lo más sencillo del mundo para el hombre de hoy. Basta con conectar la lámpara al tendido general. Instantáneamente, la lámpara se enciende, dejando caer sobre la mesa un alegre chorro de luz, y la vida vuelve de pronto a la habitación, animando todo cuanto hay en ella. Un salvaje que estuviera aquí, es decir, un hombre puro, para el que fuese totalmente desconocida la electricidad industrial, caería probablemente de rodillas, y en realidad la cosa parece un milagro. Sí, señores. Parece un milagro; pero nosotros sabemos que todo ello ha sido sencillamente obra de un enchufe.
Pensemos ahora en un ciudadano cualquiera de esos que no tienen oficio ni beneficio o de los que tienen un oficio que produce beneficios escasos. Este ciudadano anda lampando por ahí sin poder nunca ponerse al corriente con la patrona o con el casero. Su traje está raído, y su faz, macilenta. Si tiene hijos, son unos hijos enclenques y depauperados que, consciente o inconscientemente, desprecian a su padre por haberlos traído a un mundo donde él significa tan poca cosa. Y mientras nuestro hombre se muere de necesidad, otros hombres, en el campo y en las fábricas, no hacen más que trabajar, creando constantemente riqueza. ¿Cómo poner a nuestro hombre en contacto con la riqueza que produce el trabajo de los otros hombres?
Nada más sencillo. Hay una cosa que se llama el Estado y que es lo más parecido del mundo a una central de energía eléctrica. El Estado coge toda la riqueza nacional, y mediante un maravilloso sistema de tributos la transforma en dinero, que distribuye también a domicilio por una tupida y complicada red administrativa: una red de sueldos, dietas, gratificaciones, bonificaciones, cesantías, gastos de representación, extras, automóviles, material, pensiones, retiros, excedencias y ¡qué sé yo todavía! Se toma al ciudadano de la faz macilenta, se le pone en contacto con la red del Estado, y ya está. En un dos por tres lo vemos con las mejillas sonrosadas, los ojos brillantes, el traje a la última moda y los tacones de los zapatos en toda su correcta integridad. Un simple enchufillo, y no hace falta más para que el cadáver vuelva a la vida, despojándose con desdén de su haraposo sudario.
Y esto es lo que significa la palabra enchufe en la acepción polémica que se le ha atribuido últimamente. Los socialistas, que, claro está, creyendo, como creen, que el Estado debe absorber todas las funciones sociales, son partidarios entusiastas del sistema de los enchufes, han rechazado la palabra con indignación, calificándola de plebeya. De igual modo, y sin que esta comparación de palabras implique, ni mucho menos, una comparación de conceptos, se podrían considerar plebeyas las demás palabras de sentido peyorativo, tales como ladrón, granuja, canalla, sinvergüenza, etc., etc… Hasta la misma palabra plebeyo, con la que se le atribuye al concepto de plebeyez a una persona o a una cosa, vendría a ser una palabra plebeya, y nadie, en consecuencia, le llamaría «plebeyo» a otro, porque, al llamárselo a otro, se definirá como un plebeyo él mismo. ¡Qué risueño porvenir!
Desde luego, los orígenes de la palabra enchufe, con sus derivados enchufismo, enchufista, enchufado, etc., no pueden ser más populares; pero, piense lo que piense la Internacional Socialista, lo popular es todo lo contrario de lo plebeyo. Para mí, pocas palabras tienen la gracia, la intención y la fuerza expresiva de la palabra enchufe, que considero todo un hallazgo, por no decir una creación. Me explico, naturalmente, que a los aludidos no les caiga muy bien; pero, después de todo, tampoco es para hacer tantos aspavientos.
Julio Camba, Haciendo de República, 1934.
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