(A mis compañeros de Voz Media)
Yo, que soy de la escuela arcadiana de la Faction, no puedo sino dejar de recomendar un bestseller de la acera de enfrente, la ficticia Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez, a todo aquel que quiera practicar el reporterismo, ese periodismo del día, la semana, el mes, el tiempo que sea necesario después del acontecimiento, o mejor, del inicio del acontecimiento, o quizá del primer indicio que percibimos de que ahí había un acontecimiento.
El reportero ha de hacer como el narrador de esa Crónica memorable: contar lo que vio si lo vio, hablar con los testigos, consultar los documentos que el caso haya producido y, sobre todo, no dotar de sentido, no llenar los huecos con la imaginación, elemento altamente tóxico, radiactivo y de peligroso manejo incluso en cantidades de microgramos capaz de convertir Juvenalia en Chernobil.
Le ha preguntado varias veces, varios años el narrador a la ángela que propició el asesinato, y jamás ha obtenido respuesta que le satisfaga («Ya no le des más vueltas, primo. Fue él», acabará zanjando). Y eso es lo que nos cuenta, como por cierto nos ha venido contando que, sobre ese crimen a la vista de todos, los testimonios difieren incluso a propósito del tiempo que hacía aquella mañana. El narrador, en fin, pone el espejo, que refleja una realidad con sus nitideces pero confusa e incompleta. Auténtica. Otros, en parecidas circunstancias, deciden ser muy otra cosa que este narrador ejemplar. Otros, entonces, en vez de bruñir el espejo si falta hiciere, se ponen a sacar lustre a la realidad, a ponerla bonita para que luzcan ellos, que de eso se trata. (O, para lo mismo, a afearla). Y si no alcanza con recrearla, pues se la inventan y no pasa nada… ¡pero que empiece a pasar!
Los otros. Gabriel García Márquez, sin ir más lejos. No el novelista, que a santo de qué iba a estar yo aquí escribiendo de esto. Sino el reportero que montó una manifestación para poder cubrirla o el que relató las penurias de un alemán inexistente en una sedienta «Caracas sin agua». Lo que hace de él no sólo un contraejemplo de su propia criatura ficticia sino un traidor de carne y hueso a –¡hombre de Dios!– «el mejor oficio del mundo», donde la ética, llegó a sermonear, «no es una condición ocasional, sino que debe acompañar siempre» al que lo ejerce, «como el zumbido al moscardón».
Gabo el novelista para el mejor periodismo y Gabo el periodista para el pésimo, pues. Qué cosas. Vivir para contarla.
(Publicado originalmente, con mínimas variaciones, en Libertad Digital hace ya unos años)
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