Sí, tengo este ojo con esa puta lacra ocre en medio que da grima, pero no es mi culpa, joder, y cómo me amargaron la infancia todos esos hijos de puta que anoche me saludaban. Que si Ojopipa, que si Ojonube, que si Boloncho… Porque por desgracia también era gordo, un gordo de tripa dura contra la que se lanzaban cuando se dignaban a dirigirme la palabra. «¡Qué pasa, Boloncho!», se me echaban encima y, descojonándose, rebotaban.
Y luego estaba mi nombre, Basilio, «¡Socorro, Basilio!», se partían la caja en cuanto las neuronas les dieron para hacer jueguecitos de palabras. Basilio como mi padre y como mi abuelo y como un montón de gente en los pueblos, hijos de puta, qué pasa, ¿que no teníais pueblo! Claro que lo teníais, y una abuela que se llamaba Eufrasia. Pero de ella no os reíais, hijos de puta. Os reíais del Boloncho Ojopipa que no tenía culpa de nada, tampoco de ese nombre cojonudo, Basilio, masculino, de origen griego, rey, soberano, variación de Basil, que significa “principesco”.
Anoche me saludaron y pusieron buena cara porque estábamos de reencuentro, por Facebook supimos unos de otros y acabamos abriendo la página Curso del 82 y quedando en ese bar aparente en el que trabaja Benja, Benyi ahora que es una maricona estilizada. Iban a venir 35 de los 44 que fuimos todos esos insoportables años de colegio, aunque sólo podríamos habernos juntado 42: murieron Isma, atropellado, con 15 años, y Chencho, a los 18, en la Plaza Mayor, cruz de navajas. Pero al final aparecimos 16.
Nada más llegar, Matilda me miró risueña y se me echó encima y me plantó dos besos muy cerca de la boca y me habló como si alguna vez, me cago en su vida, me hubiera tenido afecto.
Cómo me gustaba Matilda, y cómo me despreciaba. El miedo y el amor me impedían dirigirle la palabra, como mucho «Hola Matilda» bajando la cabeza si con su madre –yo iba solo, la mía trabajaba– me la cruzaba; por ejemplo en su barrio, que por las tardes recorría incansable para encontrármela. En clase jamás, desde aquel día en que vino con un nuevo corte de pelo y, ni sé cómo pude, le dije que estaba muy guapa.
«Cómo me miraste ese día, Matilda», no pude evitar decirle anoche, ya no teníamos once años sino todos estos de ahora, treintaitantos. Juro que fui con la mejor intención, el pasado pisado, a por fin charlar amigablemente con la manga de hijos de perra que me amargaron la infancia. Quería yo también reírme a carcajadas y pasarme de vino y abrazos, pero me salió eso, «Cómo me miraste ese día, Matilda», como una gélida bola negra desde las entrañas.
A Matilda entonces se le congeló el gesto, andaba ya deshaciendo el abrazo con el que acompañó los dos besos que me rozaron los labios. «¿Qué!», atinó a decir, como cortocircuitada.
Verdaderamente no sabía de qué le hablaba.
¡De aquel día con su momento tremebundo, Matilda! ¡Yo no tenía la culpa de ser un gordinflas de nombre bizarro con una mugre en el ojo! ¡Quería caeros bien a todos, y que tú me quisieras y me pusieras el nombre bonito que te diera la gana!
Me fui para ti ese día especial en el que te habían cortado el pelo de una forma completamente nueva, entraste a clase cohibida, con esa vergüenza preventiva que se soporta cuando se estrena algo que va a dar la campanada; sólo se me adelantó Tomás, que te absolvió con el silbido mítico con el que los mayores jaleaban a las tías buenas. Me fui para ti y, aún no sé cómo, te dije: «Qué guapa estás, Matilda».
Cómo me miraste ese día. Ese día que me marcó a fuego y que tú no has olvidado porque para ti, Matilda –que hay golpes tan duros, yo lo sé–, jamás ha existido.
«¡Pero pero pero dónde vas?», oí la infecta voz impostada de Benyi, que –me acaba de comentar Luisma por WhatsApp– enseguida se puso a contar anécdotas protagonizadas por el Boloncho. Y Matilda muerta de risa.
De todas esas sí se acordaba.
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