Para salir al campo [de batalla], Amaro se había puesto un calzón de seda y una camisa de lino. Otros le habían vendado las manos, los pies, las rodillas, la frente, el cuello y los hombros, con tiras de hilo y bandas de lana, protegiendo su cuerpo en los puntos en los que iría a descansar y deslizarse la armadura. Así había montado su caballo. Y una vez sobre la silla, le habían cubierto de metal de arriba abajo: la cabeza dentro de un bacinete cerrado, en el que apenas si era posible alzar una visera, calada con ventanillas verticales, justo a la altura de los ojos; los brazos envueltos cada uno por dos piezas completas, articuladas por una tercera, el codal; las manos tapadas por guanteletes, y las piernas enteras, cada una bajo un quijote, una rodillera y una greba, seguido todo por el escarpe en que encarcelaba los pies; la escarcela, como un tutú de hierro, alrededor del vientre y las caderas, seguida hacia arriba por el peto, cuya rigidez oprimía las costillas, y cuya endeblez hacía requisito del refuerzo del ristre para apoyar la lanza; el cogote atrapado por la gola y el cubrenuca, y los hombros exagerados por la bufa. Y añadidos la lanza, la espada, el escudo.
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