(Para mi hermana Gema, mi colega Carmelo y mi amiga Lourdes. Y para Carmen)
Qué interesante este libro freak sobre la ciudad kitsch, Benidorm ancestral que hace poco más de medio siglo se reinventó y de paso revolucionó el modelo productivo español e hizo que al litoral levantino no lo reconociera ni la madre que lo parió.
Benidorm, Beni York, Miami cañí, con sus 70.000 habitantes mal contados es capaz de multiplicar por siete su población y no sólo no colapsar sino gestionarse de una manera ejemplar. No es fácil ser Benidorm, estupendo lector sobrado. Y guárdese su desprecio, que si alguien merece un respeto son las decenas de miles de españolitos medios de la posguerra que veranean allí tras haber hecho de España uno de los países más prósperos, saludables, habitables del planeta.
Leyendo Ensayo y error Benidorm (Barrett) he sabido de la inconfundible María Teresa Campos, modista que a veces parece sacada de las memorias de Mihura (“Con 11 años, recuerdo que no había playa”) que presume de haber sido la primera lugareña en lucir palmito en bikini y que no tiene el menor problema en alabar al legendario alcalde franquista Pedro Zaragoza, pues “hizo que la gente fuera más moderna, que no se preocupara tanto por el qué dirán”. “El turismo fue un impacto que nos liberó”, afirma rotunda una señora María Teresa que añora aquella primera “libertad limpia” que no se estila ahora en la Zona Guiri babilónica, “que es donde están los ingleses, que son inaguantables”.
(María Teresa no habla a humo de pajas sino después de haber pagado el precio de la libertad –para todos y también para hacer el mal: “En Benidorm, muchos chicos se casaron con extranjeras. Era la novedad, ellas eran más libres, vestían de otra forma, iban en bikini por la calle y todo eso, entonces, muchos hombres de Benidorm se casaban con mujeres extranjeras. Yo me casé a los veinticuatro años, a los veinticinco tengo mi primer hijo, y a los veintisiete tenía cuatro. Cuando se cansó, conoció a una alemana y se largó”).
Junto a la abnegada modista vivales María Teresa comparece Iago Carro el urbanista, que resalta los fenómenos paradójicos de que en ese anómico hormiguero humano emerja con fulminancia un «sentimiento de pertenencia y vecindad” y de que allí, a la colosal Benidorm de la(s) masa(s), el individuo acuda a desconectarse en medio de ese frenesí hortera que en nada se parece a su vida cotidiana.
Por otro lado, Carro ve en esas torres de hoteles y apartamentos que tiran de espaldas y convierten a un madrileño fetén en un hermano modelno de aquel Paco Martínez Soria estupefacto la materialización de un ideal por el que, qué curioso, jamás ha abogado la izquierda populachera: el “sol y playa socialdemócrata”. (Sólo faltaría, dirían Pitita y su amigota la Marquesuela).
De Benidorm, “la ciudad española con mayor porcentaje de desplazamientos al trabajo a pie”, se deshace en elogios no sólo el urbanista Carro que celebra que haya bibliotecas públicas en la playa –“ejemplo muy representativo de una política cultural del saber estar (donde está la gente)”–, también los arquitectos Martí y Ferrater, creadores del Paseo de la Playa de Poniente que se preguntan –átense los machos– si el vilipendiado modelo benidormense “no ha resultado ser uno de los más sostenibles del litoral español por aspectos como el poquísimo territorio consumido (…) o la bajísiima utilización del transporte privado [a la que han contribuido este par de sesudos liberticidas con el diseño de su Paseo galardonado] (…) La mayoría de la población tiene vistas al mar desde sus torres (…) se ha respetado la topografía original en pendiente y se han mantenido los cursos naturales del agua”. Su semejante Boris Strzelczyk, que aparte de arquitecto es guía turístico, igualmente celebra la sostenibilidad de la proverbial Ciudad Enjambre, pero le pide que vaya más allá y se prepare para el apocalipsis climático que, thunbergiano, le augura (“desaparecerán los dos pilares del éxito de Benidorm: su bellísima bahía, seguramente la más bonita del Mediterráneo español, y su temperatura media de 18’5ºC”) apostando todo al verde y cubriendo sus rascacielos de “densa vegetación”.
Josan Piqueres, periodista, tiene en la ciudad mil-leches su patria, de la que por qué va a renegar si Benidorm es “una válvula de escape” o directamente un poderosísimo antídoto contra “la mayor enfermedad del siglo XXI”, la soledad no buscada con su perro negro, la depresión. Por eso acuden allí siempre que pueden tantos mayores que se resisten a ser viejos –pues estar en Benidorm es “rejuvenecer”, es “sinónimo de alegría, de juventud y de disfrute”–; y los feos y los gordos y los que están hasta los cojones de ser unos acomplejados y unos tristes.
Como Carro, como los arquitectos Martí y Ferrater y Boris el thunbergiano, politiza Piqueres una ciudad que, ya habrá de joder a unos cuantos que yo me sé, es más de derechas que el grifo del agua fría. Y si con Martí y Ferrater les pedí que se ataran los machos, con la siguiente tirada de Piqueres les suplico que hagan lo que esté en sus manos para que, ¡otro comunismo es posible!, no se les caigan los palos del sombrajo:
Entendiendo comunismo no como una ideología genocida del siglo XX, sino como una idea de sociedad utópica basada en compartir. (…) Si quitamos de la ecuación la explotación laboral de algún listillo hacia las kellys, camareros y cocineros, no hay nada más parecido a una sociedad del ocio.
Termino ya, no sea que este comentario vaya a ser más largo que el librito comentado y no sin recomendar antes encarecidamente las aportaciones de Vicenta Orquín, orgullosa hija de hoteleros pioneros; Felipe Hernández, fotógrafo de subculturas (“Hay mucha gente que se queda asombrada cuando les digo que Benidorm es una de mis ciudades favoritas”); Roberto Benidorm_dreams Alcaraz (“En cualquier caso, Benidorm no es culpable”… y ¡las herencias que hicieron que el dinero y el poder cambiaran de manos!); el escritor Kike Parra (“Benidorm cuesta a veces mil euros la noche, pero la mayoría tan solo cuarenta”, “Benidorm es […] una ciudad que te engulle y te vuelve otra persona”); el periodista Alberto del Castillo (“La gente no se acuerda o no quiere acordarse, se quejaba mi tío, de que hasta que no llegaron los veraneantes el servicio de basuras no llegaba hasta aquí y teníamos que tirar todos nuestros residuos a la arena”); el fotógrafo anglo Martin Parr (“Contrariamente a lo que solemos pensar, [Benidorm] es un sitio muy español”); y el de la escritora Marta Sanz, inesperado, contracorriente, que habla de “la parte tenebrosa y alta” de una ciudad que, a medida que se aleja de los hoteles, “se vuelve provinciana” y peca de “falta de hospitalidad” y presenta un “territorio difícil, a veces hostil, a veces marciano”: “Me gustaría saber”, dice también en reproche, “dónde está ahora toda esa gente que dejó las paredes de mi casa humedecidas por las malas vibraciones”.
Pero para el punto final no me queda otra que, tomándome mis libertades, encomendarme a Christina Linares, filóloga y editora, poeta, gamberra, futurista, vacilona, chuleta:
Benidorm es un oasis en el árido desierto alicantino que no deseo enaltecer para que continúe así,
intacto e inalcanzable. Virgen.
No vengáis a Benidorm. Benidorm es mío.
Quedaos con vuestras playas de Cádiz.
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