Dice el chiste que los bilbainos nacen donde les da la gana (en Cuenca pues, si les apetese). Podríamos decir tres cuartos de lo mismo de los hijos de la Gran Bretaña. De Orwell el primero, «tan inglés que nació en la India» (Julia Escobar dixit). Como Rushdie, Salman Rushdie, o como Hector Hugh Munro, Saki para los amigos de su prosa hilarante y brillantísima; como Thackeray y, en fin, como Rudyard Kipling, cantor por excelencia del Imperio de Su Majestad (la perenne reina Victoria, por aquel entonces).
Nació en la India, decimos; en 1903, en Motihari, un lugar cercano a la frontera con el Nepal, y se crió en Birmania, en el seno de una familia de la lower upper middle class –del estrato más bajo de la clase media alta, para entendernos–. Lo cual significaba, entre otras cosas, que el matrimonio Blair no andaba económicamente como para tirar cohetes, y sólo gracias a una beca pudo el chico, Eric Arthur le llamaron, estudiar en Eton, el college más elitista de Inglaterra.
En buena hora: cuatro años negros (1917-21) pasó en aquellas aulas, respirando aquel ambiente que le sacaba de quicio. Después lió el petate, abandonó la Madre Patria y regresó a la Chica, a probar fortuna en la Policía Imperial. Aquello fue salir de Guatemala para caer de bruces en Guatepeor: y es que la empresa colonial británica le traía por el camino de la amargura. Cansado y con mucho asco en las entrañas, volvió a poner tierra de por medio, de nuevo rumbo a Europa.
Llegaron entonces los tiempos del vagabundeo, de los albergues infectos, de las pensiones destartaladas; de tomarle el pulso a la mala vida. Y luego de contarlo; en su primera obra: Sin blanca en París y Londres (1933), que ya firma como George Orwell. (Dos diferentes versiones de por qué se decantó por el pseudonimato, aquí y aquí).
Su experiencia española ha quedado para la posteridad en Homenaje a Cataluña (1938), para muchos su mejor libro. Le costó dios y ayuda encontrar un editor que quisiera publicarlo, y más aún le costó ver en las librerías su siguiente obra, Rebelión en la granja (1945). El motivo fue el mismo en ambos casos: reducía a cenizas el paraíso soviético, en el que tantos creían en aquella hora.
Pero resistió y venció, por hablar en celiano (de Cela, se entiende), y sus yo acuso se publicaron y vendieron, e influyeron notabilísimamente en la opinión pública. Como prefacio a su celebérrima fábula política puso un texto nada endomingado ni huero y sí muy suyo, o sea, directo y claro desde el mero título: «La libertad de prensa», en el que se pueden/deben leer cosas como las que siguen:
«En este país [Inglaterra], la cobardía intelectual es el peor enemigo al que han de hacer frente periodistas y escritores en general»; «Las ideas impopulares, según se ha visto, pueden ser silenciadas, y los hechos desagradables ocultarse sin necesidad de ninguna prohibición oficial»; «Será raro que alguien pueda publicar un ataque contra Stalin, pero es muy socorrido atacar a Churchill desde cualquier clase de libro o periódico»;
o, y por no reproducir aquí el prefacio entero:
«La tolerancia y la honradez intelectual están muy arraigadas en Inglaterra, pero no son indestructibles, y si siguen manteniéndose es, en buena parte, con gran esfuerzo. El resultado de predicar doctrinas totalitarias es que lleva a los pueblos libres a confundir lo que es peligroso y lo que no lo es».
La compuso en «la casa menos habitable de las Islas Británicas», si hemos de creer a un amigo que se acercó hasta aquella granja sin luz ni teléfono de la isla de Jura, en plenas Hébridas Interiores (E. Jordá, ‘El revolucionario conservador’, ABC Cultural, 21-VI-2003).
Ya no le dio más de sí la vida: Orwell, que nunca gozó de buena salud, murió víctima de la tuberculosis en enero del año 50. Pero mantuvo la pluma en alto hasta el último momento, tecleando «sin uñas en una máquina de escribir, acusándose de no haber trabajado lo suficiente» (Jordá, ib.).
Llega la hora de echar el cierre, y nos pilla rumiando una certeza: cuánto mejor que una fotografía retratan a este San Jorge laico, azote de liberticidas y escribas sentados, los memorables versos del gran poeta:
No he de callar, por más que con el dedo,
ya tocando la boca o ya la frente,
silencio avises o amenaces miedo.
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