Su delicada figura aparentemente quebradiza fue uno de los iconos más respetados de los años 90 y, gracias a U2, también de la primera década de los 2000: con su “Walk On”, la banda dublinesa universalizó su nombre tan extraño y dotó a su causa de un himno conmovedor y por eso poderoso: a Aung San Suu Kyi, la frágil heroína de la resistencia pacífica birmana, se le animaba a seguir caminando –llevaba ya muchos años bajo arresto domiciliario–, a no mirar atrás y a recordar que lo que tenía, ese admirable coraje contagioso, no se lo podían quitar.
Han pasado los años y Aung San Suu Kyi ya no está presa en su casa y tampoco es una resistente. Ahora de hecho gobierna su país, no contra sino de la mano de sus carceleros. Pero la vida de Aung San Suu Kyi no corre paralela a la de Nelson Mandela y con su llegada al poder no ha conservado su prestigio, ese aura de santa cívica global ni el compromiso. Ahora, la menuda lideresa parece más que nunca una figura deleznable –que se rompe, disgrega o deshace con facilidad.
Y es que en su país se está perpetrando una auténtica campaña de limpieza étnica, alerta Naciones Unidas; un genocidio, agrava la denuncia Bangladesh, el misérrimo vecino indignado que está acogiendo una cifra imposible de refugiados rohingya, la etnia victimizada mientras Aung San Suu Kyi no la protege ni la acompaña.
Los rohingya son una minoría musulmana en un país abrumadora y agresivamente budista. Una minoría brutalizada, puede que un millón de personas a las que se les niegan todos los derechos* y hasta la mera ciudadanía, contra la que se está aplicando una formidable política de tierra quemada. Literal. Y Aung San Suu Kyi ya no es que calle sino que otorga, calificando de fake news los indudables crímenes de los militares y cediendo la palabra a portavoces que ya no es que nieguen la barbarie sino que se la atribuyen a las pavorosamente perseguidas víctimas: son ellas las que incendian sus propias aldeas, y las que las convierten en verdaderos campos de minas.
De ese millón estimado de rohingyas puede que ya sólo queden en el país (en su tierra ancestral, Rajine o Rakáin, pobrísima incluso para los sobrecogedores parámetros birmanos) la mitad. La mayoría ha huido a Bangladesh, o –en infernales travesías– a Malasia o a Indonesia.
“Aung San Suu Kyi sigue siendo la mejor esperanza para Myanmar”, escribe Tej Parij en Foreign Affairs a la desesperada: sin ella, el que sigue siendo reconocido como Birmania sería un país mucho peor, en manos de unos militares que de hecho siguen detentando el poder**, aporta el contexto como justificación. ¿Merece la pena pagar tan alto precio?, se pregunta el también Premio Nobel de la Paz Desmond Tutu; ¿merece la pena renunciar a los principios que te elevaron para co-mandar con los que durante tanto tiempo te emparedaron y ahora tratan a los rohingyas muchísimo peor de lo que trataron a tus partidarios? Una mártir genuina no lo habría pagado aunque se hubiera jugado la libertad y hasta la vida –que de mártires hablamos–, abunda el Spectator. Y es que puede que Aung San Suu Kyi sea no lo que quizá se crea, la opción menos mala para un país devastado, sino la pieza fundamental de una dictadura perfecta: gana elecciones, aporta legitimidad internacional, blanquea y así permite que los militares sigan haciendo lo que quieran sin que por ahí afuera les molesten y les nieguen inversiones suculentas.
¿Qué se puede hacer cuando un Premio Nobel de la Paz preside*** sobre un régimen que perpetra atrocidades indecibles?, puede uno preguntarse. Y responderse: pues plantarse y denunciarlo. Retirarle el pedestal sobre el que se le encumbró. Si cuando era víctima Aung San Suu Kyi merecía un himno que la acompañase, WALK ON, ahora que es victimaria con más razón merece una canción protesta que la deje a la intemperie. GET OUT. Pero no caerá esa breva y además no se ajustaría a la verdad: lo más estremecedor del exterminio de los rohingya es que, en Birmania, a buena parte de la mayoría budista le parece una gran noticia.
* “El Gobierno de Myanmar ha institucionalizado (…) la discriminación [contra los rohingya] mediante restricciones sobre el matrimonio, la planificación familiar, el empleo, la educación, las preferencias religiosas y la libertad de movimientos. Así, las parejas rohingya de las localidades septentrionales de Maungdaw y Buthidaung sólo tienen permitido tener dos hijos. Los rohinya deben asimismo obtener permiso para casarse (…) Para mudarse o para salir de viaje, los rohingya deben obtener el visto bueno del Gobierno” (Eleanor Albert, “The Rohingya Crisis”).
** “La Constitución, aprobada en 2008, antes de la transición democrática [iniciada en 2011], reserva el 25% de los escaños a los militares y les garantiza el control de los importantes ministerios de Interior, Fronteras y Defensa, con lo que las Fuerzas Armadas (…) pueden actuar al margen del líder electo. Por otro lado, las reformas constitucionales se mantienen bloqueadas por el requisito de que se aprueben con una mayoría del 75% en el Parlamento, lo que da a los militares un poder efectivo de veto” (Tej Parikh, “Aung San Suu Kyi Is Still Myanmar’s Best Hope”).
*** Pero ni siquiera es la presidenta del país. Se lo prohíbe la Constitución, artefacto que dejaron plantado los militares antes de escenificar su transición a la democracia (2011-2015). Su título oficial es el de “consejera de Estado”.
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