Cuando se le murió el «profesor de energía», en vez de apagarse, Francisco Umbral rompió a escribir. Este Cela: un cadáver exquisito. Encomendado a «la memoria, esa fuente de dolor», que dijo el propio Cela.
«No quisiera uno sacar todos los días a la reventa una amistad tan macho, tan pura y tan vehemente«, anota o advierte Umbral en las páginas finales, con frase pletórica y sintética. Sólo un amigo podría escribir un libro así, que retrata al retratista tanto como al retratado.
Con Cela, «el último barroco», el definitivo nieto del 98, «un 98 que quiere vivir bien», «se aprendía a vivir», dice el retratista. Y a escribir, confiesa: Francisco Pérez leyó el Pascual Duarte a los 15 años y fue como si hubiera recibido «una pedrada de luz en la frente»: comprendió que «había que hacer la prosa así, con todo el idioma y con toda la violencia de esta lengua guerrera», y se preparó para llegar a ser lo que fue, Francisco Umbral, otro fundamental, otro Premio Cervantes con el que se soliviantó la sabihondería vinagre.
El autor de Mortal y rosa veía en el autor de la crucial Colmena sobre todo un poeta que trabajaba con «el caudal revuelto de la vida». Un poeta que venía de Valle y de Baroja y que tuvo su mejor género en el libro de viajes: «Viaje a la Alcarria no sólo es un libro de sencilla y novísima belleza, sino que nos devuelve a la tradición viajera del 98 –Unamuno, Azorín, Baroja–, y rehabilita un género olvidado entre los españoles», que, lectores incultos –Umbral sangrando por la herida–, «están viciados por la costumbre de la novela».
Como «de la obra ya está todo escrito, aunque mal», un Umbral muy leído dedica medio libro a valorizarla con su erudición peculiar, que a unos fascina y a los profesorones da grima: Camilo en San Camilo «ha enloquecido de novelismo. Muy bien»; Mazurca para dos muertos «dolió mucho a los angloaburridos, anglosajonizantes y anglosajonijodidos, pues que ellos andaban buscando una fórmula nueva para contar la guerra civil –Herrumbrosas lanzas–, mientras que Cela la encontró muy fácilmente y sin faltarle el respeto a su estilo»; «Se diría que el autor ha compuesto esta novela [Mrs. Caldwell habla con su hijo] como un libro de poemas, (…) siguiendo el delgado y complicado hilo de la memoria de una madre dolorosa y loca»; en San Camilo, Oficio de tinieblas, Cristo versus Arizona y Madera de boj (a mí me gustó Madera de boj), Cela «cayó en la trampa de la vanguardia y la antinovela. Si me hubiera preguntado a mí…». En cuanto a los artículos de prensa, verdaderamente se le daban de pena –salvo los que publicó enInformaciones en los años 70, «asomados ya a las bardas de la libertad y la madurez, (…) cargados de plenitud, de oportuna erudición, de sobrio humor, de singular prosa y de actualidad periodística pasada por el colador de la subjetividad y la intemporalidad en que vive un creador».
La otra mitad de este libro la escribe el Umbral amigo, confidente, hijo que en ocasiones se carga al padre y maltrata con saña a Charo y Marina, que –por su bien– jamás serían sus madres. Aquí la amistad tan macho, tan pura y tan vehemente se traduce en páginas en las que Umbral parece una portera, un judas, un colega. Un semejante. Un hombre que ha conocido a otro hombre cuando piafaba y también en sus decrepitudes. «Cela aparece cada día como menos reconciliado con la vida», «envejece mal, cabreado y duro», se duele. «Me duele mucho que mi amigo y maestro no disfrute un poco de esa gloria en la que tanto creyó (…) Yo sé que tengo su amistad, pero ya no sé cómo hacerle hablar».
El epílogo es la muerte del amigo y maestro cronicada a trancas y barrancas, con unos apliques de dandismo cínico dispuestos para sobrellevar la conmoción. «Me lo han dicho esta mañana a las ocho y media. (…) Cela acaba de morirse y, ante esta acumulación de tiempo, decido ponerme primero a escribir para luego ir ya escrito a la clínica». «Se me ha quedado el corazón sordo y no puedo decir que sienta nada malo ni bueno ante la muerte de mi amigo, ni en el nivel personal ni en el nivel profesional. En estas circunstancias, irónicamente, tiene uno que escribir con los sentimientos inventados porque los verdaderos se quedan sordos por la noticia, como digo», dice un Umbral sonado, con la prosa abúlica del trauma.
Cómo crece el silencio a cada paso/ cuando su muerte es ya definitiva… En los versos elegíacos que pone como corona colofónica, Umbral ya empieza a desolarse y a sentir el desamparo: Y yo inicio ahora mismo, esta mañana, mi aprendizaje de caligrafía,/ pues todo se ha borrado. Antes, justo antes, ha prometido al lector que alguna vez irá a Padrón a visitarle
bajo ese olivo encorpachado donde le enterraron, un olivo centenario que habiendo vivido un siglo nos acoge y reúne a los dos.
«Eso espero», remata. Pero yo diría que en los cinco años que le sobrevivió no cumplió su palabra.
(Libertad Digital, 12 MAY 16)
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