Buena parte de la izquierda, empezando por la suicida y tonta útil y terminando por la siniestra, tiene en un pedestal a Salvador Allende, de cuyo derrocamiento acaban de cumplirse cuarenta años. Dio literalmente la vida por sus ideales, dicen. Y dicen bien. Fue un mártir de la democracia, remachan. Y aquí ya mienten por mitad de la barba.
Salvador Allende fue un formidable tirano («La tiranía es el ejercicio del poder más allá del derecho, donde nadie tiene derecho», definió John Locke), una plaga para Chile, que hasta su infausta presidencia había sido uno de los países más sólidos, estables, cohesionados, pacíficos y democráticos de Hispanoamérica. Efectivamente, es digno de recordación, pero por motivos muy distintos a los que esgrime la izquierda mamporrera: como consignó José Ignacio del Castillo en este artículo imprescindible, el experimento allendista volvió a poner de manifiesto
una verdad que ya los economistas austriacos Ludwig von Mises y F. A. Hayek habían adelantado: el control por el Estado de la economía es el camino de servidumbre que acaba estrangulando las libertades individuales, la vida privada y el pluralismo ideológico.
Allende y su Partido Socialista eran unos enemigos jurados de la democracia y las libertades. «Este Estado burgués no sirve para la construcción del socialismo», bramaban los socialistas chilenos en 1972, es decir, cuando ya llevaban dos años gobernando. «Es necesario destruirlo y conquistar todo el poder». Y en ello estaban: según confesó el mismísimo ministro allendista de Economía, Pedro Vuskovic, se trataba de «destruir las bases económicas del imperialismo y de la clase dirigente terminando con la propiedad privada de los medios de producción». Se entiende mejor ahora que Chile pasara –¡en sólo un año!– de tener 500 millones de dólares en reservas –cifra hasta entonces nunca vista en el país austral– a entrar en default; que la inflación, ese robo infame, se disparara al 300%; que la producción agropecuaria cayera un 25% y que, en definitiva, la economía colapsara, entre nacionalizaciones y ocupaciones de tierras y empresas. No fueron consecuencias no deseadas. No.
«La revolución se mantendrá dentro del Derecho mientras el Derecho no pretenda frenar la revolución», dijo en julio de 1972 el ministro allendista de… ¡Justicia! Ese mismo año, el propio Allende acudió a la Unión Soviética, el «hermano mayor» (¡el Gran Hermano, Salvador!), donde, tras reunirse con Breznev & Co., dijo que había alcanzado una «completa identidad de puntos de vista» con los sucesores de Stalin, el Gran Asesino, al que, cuando murió, veinte años atrás, rindió homenaje en Santiago de Chile, como se encargan de recordarnos estos «marxistas leninistas de Euskal Herria».
No dejen de leer este ensayo memorable de José Piñera, del que he tomado varias de las citas previas. Ni este artículo de Alberto Recarte, donde afirma que los revolucionarios chilenos «imitaron las actuaciones [de los partidos] socialista, socialista radical y comunista españoles entre 1934 y 1936», que llevaron al derrumbe de la II República. Ni, ‘last but not least’, este editorial de The Economist, publicado sólo cuatro días después del golpe de Pinochet, donde se vaticina la «deplorable» muerte «transitoria» de la democracia (el ‘tránsito’ acabó durando 17 años) y se culpa de ello a quien lo hizo «inevitable», el doctor Allende Gossens, Salvador el Liberticida.
(Artículo publicado en VLC News en septiembre de 2013).
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