En mayo de 1958 me llamó por teléfono mi amigo Andrzej Wirth para decirme que tenía problemas y solicitarme ayuda. Esperaba a un joven de la República Federal de Alemania que, por desgracia, no conocía a nadie en Varsovia. Había que cuidar un poco de aquel pobre hombre, cosa que él, Wirth, no podría hacer por sí solo. ¿No le haría el favor de pasar una tarde con el joven? Le pregunté desconfiado si no se trataría de un escritor. Eso –respondió Wirth– lo demostraría el futuro. En cualquier caso, ya había escrito dos obras de teatro, una de las cuales había fracasado y la otra fracasaría probablemente enseguida. Mi amigo no creía que aquel joven llegara a producir nunca una pieza dramática de valor. Sin embargo, me dijo, parecía ser una persona dotada, aunque todavía no se podía decir para qué ni de qué era capaz.
Al día siguiente fui al hotel Bristol, donde el invitado me tenía que esperar hacia las tres de la tarde. La recepción del hotel se hallaba vacía aquella hora y no se veía por ninguna parte un escritor de Alemania Occidental. Sólo estaba ocupada una butaca, pero en ella se sentaba una persona que no encajaba. El Bristol era entonces el único hotel de lujo de Varsovia, ocupado casi exclusivamente por extranjeros, que se distinguían de los autóctonos simplemente por la ropa. El hombre de la butaca iba vestido, en cambio, con descuido, por decirlo de manera discreta, y además no se había afeitado. Parecía estar haciendo algo nada habitual en la recepción de un hotel elegante: dormitar.
De pronto, se incorporó y caminó hacia mí. Me estremecí. Pero lo que me infundió miedo no fue su bigote imponente, sino su mirada, una mirada dura y fría, vidriosa, casi salvaje. Pensé que no me gustaría encontrármelo en una calle oscura; seguro que en el bolsillo del pantalón llevaba, si no un revólver, al menos una navaja. Mientras me dedicaba a aquel monólogo interior, el joven se presentó con suma educación. Para aclarar enseguida el asunto de la mirada dura y vidriosa debo decir que, según me explicó dos horas más tarde, se había bebido una botella entera de vodka mientras comía solo.
(Marcel Reich-Ranicki, Mi vida, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2000, págs. 359-360).
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