Hubo quien, durante el estadio de felicidad olímpico, imaginó una patria barcelonesa, ciudadana, alternativa. Y durante los días de los Juegos es verdad que Barcelona se activó en muchos imaginarios -entre los imaginarios, el de ese film interminable que formarían todas las imágenes reales que Barcelona ofreció de sí misma, al mundo y a sus propios vecinos- con las características de una patria. Esos días mayúsculos -el paso del tiempo podría hacer una maravilla con ellos, pero me temo que sólo cabe esperar una repetida y espesa conmemoración cada tanto: son los inconvenientes de haber dejado los recuerdos en manos de los políticos y no de los poetas- Barcelona funcionó como un afinadísimo parque temático de la convivencia: los Reyes se mezclaban con los súbditos, gritaban y lloraban con ellos; en los balcones cabían todas las banderas; en los estadios se coreaba el nombre de todas las patrias y la ley y el orden se ocultaban en el subsuelo, eficaces pero invisibles, como deberían ser siempre la ley y el orden. Hasta tal extremo de verosimilitud se llegó -esa es la obligación de un parque temático: que la felicidad se experimente de una manera real, aunque los motivos sean irreales-, que en aquellos días el alcalde sacó el pie fuera del recinto y dijo que los Juegos de Barcelona suponían la refundación de España. Luego todo acabó y la ciudad regresó a su lugar.
Arcadi Espada, Contra Catalunya, Flor del Viento, Barcelona, 1997, p. 113.
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