El 11 de febrero de 1986, en el Puente Glienicke de Berlín –el Puente de los Espías, si empleamos la jerga de la Guerra Fría–, se produjo un peculiar intercambio: los americanos pusieron en manos de los rusos a los checos Karl y Hana Koecher, al soviético Yevgueni Zemlyakov, al polaco Jerzy Kaczmarek y al alemán oriental Detlef Scharfenorth; como contrapartida recibieron a los alemanes occidentales Wolf-Georg Frohn y Dietrich Nistroy, al checo Jaroslav Javorsky y al ucraniano Anatoly Borisovich Shcharansky.
¿Qué tuvo de peculiar ese intercambio? Que uno de los canjeados no encajaba ahí, pues no era espía sino un campeón de la libertad como la copa de un pino de su patria de adopción, vocación, elección: la Tierra de Israel, por la que tantas penalidades padeció. Nos referimos al último de los citados, mucho más conocido por su nombre de guerra contra la opresión, su nombre judío: Natán Sharansky, a quien hoy vemos comandando la Agencia Judía.
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