El poeta se moría. Las grandes palmas de las manos hinchadas por el hambre, los dedos blancos, sin una gota de sangre, y las sucias y crecidas uñas, como cañas, reposaban sobre el pecho, sin protegerse del frío. Antes metía las manos entre la ropa, [o las ponía] sobre la piel desnuda, pero ahora su cuerpo no conservaba el suficiente calor- Hacía tiempo que le habían robado las manoplas (…).
[…]Así estuvo, acostado, ligero, la mente en blanco, hasta que llegó la mañana. La luz eléctrica se hizo algo más amarilla, trajeron el pan sobre unas grandes bandejas de madera, como lo hacían cada día.
Pero él ya no se alarmaba, no rebuscaba entre los pedazos, no lloraba si no le tocaba una punta, no devoraba con dedos temblorosos el pedazo de pan que completaba la ración. El trocito se derretía al instante en la boca, se le hinchaban las ventanas de la nariz, y él con todo su ser sentía el sabor y el aroma de pan de centeno recién hecho. El pedazo ya había desaparecido de la boca, aunque no había tenido tiempo ni de tragarlo, ni de mover las mandíbulas. El trozo de pan se derretía, desaparecía, y era un milagro, uno de los muchos milagros de esta tierra.
No, ahora no perdía los nervios. Pero cuando le colocaron en las manos su ración diaria, abrazó el pan con sus pálidos dedos y se lo apretó contra la boca. Mordía el pan con sus dientes heridos por el escorbuto, los dientes bailaban y le sangraban las encías, pero no sentía dolor. Apretaba el pan con todas sus fuerzas contra la boca, se llenaba de pan la boca, y lo chupaba, lo mordía, lo roía…
Sus vecinos querían detenerlo:
––No te lo comas todo, guárdalo para luego, después…
Y el poeta comprendió. Y abrió de par en par los ojos sin soltar el pan ensangrentado de sus sucios y azulados dedos.
––¿Cuándo después? ––pronunció en voz alta y clara. Y cerró los ojos.
Murió al anochecer.
Pero no lo dieron de baja hasta el cabo de dos días; durante dos días seguidos sus ingeniosos vecinos lograron hacerse con el pan del fallecido. El muerto levantaba la mano como un muñeco, como una marioneta. De modo que murió antes de la fecha de su muerte –detalle no exento de valor para sus biógrafos futuros.
Varlam Shalámov, «Sherry-Brandy», Relatos de Kolimá (vol. I), Minúscula, Barcelona, 2007, pp. 117-126.
septiembre 23, 2013
Oiga ud.: iba a compartir en twitter este testimonio tan desolador… pero veo que pide suscripción a no sé qué servicio, acceso a las claves… Me abstuve de hacerlo por complicado! Muchas gracias no obstante por difundir información así.