(Al Alcalde bueno)
En aquellos días, un artículo sobre el calor no podía tener éxito si no anunciaba el fin de las altas temperaturas. Pero Santomauro no se atrevía a escribir tal cosa, porque, científicamente, nada permitía presagiar que iba a terminar el calor. Gaetanino [Afeltra] se impacientaba: «Profesor, en esto la ciencia no tiene nada que ver. Aquí lo único que cuenta es dar ánimos a la gente que nos lee, una palabra de esperanza…». «Pero comprenda usted… –replicaba con voz acongojada y juntando las manos Santomauro, que, por culpa de la maldita ciencia, veía escapársele la ocasión de hacer fundir en plomo un escrito suyo–. Yo soy un hombre de estudios y de observaciones objetivas. ¿Cómo puedo anunciar el fin del calor, si todas las informaciones que tenemos coinciden en hacernos pensar que, por el contrario, el calor continuará?». «Y, por otra parte –replicaba, despiadado, Gaetanino–, ¿cómo podemos nosotros, el Corriere, anunciar a un público que anhela ansiosamente el fresco que el fresco no viene?».
Encerrados en el observatorio de Linate, meteorólogo y periodista se atormentaron mutuamente, queriéndose y odiándose, durante días y noches, mientras la canícula arreciaba sobre Milán y del Corriere llegaban apremiantes llamadas telefónicas. «Profesor –dijo una mañana, resueltamente, Gaetanino–, hay que decidirse. Un diario es un diario; no es, ni mucho menos, una publicación científica. Un periódico debe conocer los deseos del público, y, hasta cierto punto, complacerlos. ¡Se lo digo por su bien! Si usted no puede prever mejores temperaturas, ¿quién le dice que en el Corriere no encuentre yo otro meteorólogo, dispuesto a hacerlo?». Santomauro se paseaba por la estancia retorciéndose las manos, consultaba afanosamente sus instrumentos, indagaba, escrutaba el cielo y sudaba.
Al atardecer, capituló. Cogió papel, pluma y tintero y, escondiendo tras el brazo izquierdo el rostro, como para resguardarlo de los bofetones de la ciencia, traicionada y vilipendiada, escribió un artículo en el cual, cautamente pero con profunda fe, se anunciaba la llegada, a la cuenca del Mediterráneo, de las gélidas boras nórdicas y de refrigerantes chubascos. Derramaba lágrimas de amargura mientras Gaetanino, al teléfono, dictaba al taquígrafo del Corriere con voz triunfal la reseña meteorológica que al día siguiente triplicaría la tirada del periódico y haría felices a sus lectores.
Y se produjo el milagro. Al día siguiente, un oscuro nubarrón envolvió el observatorio de Linate; a poco, gruesas gotas de lluvia empezaron a caer del cielo. Casi a rastras, Afeltra metió en el automóvil a Santomauro para llevarle a gozar del triunfo en la redacción de Milán. Pero en las calles de Milán la gente, en mangas de camisa, chorreante de sudor, detuvo por la fuerza el coche, mojado por la lluvia. «¿Dónde llueve? ¿Dónde llueve?», gritaban, enloquecidos, dispuestos a recorrer algunos centenares de kilómetros en motocicleta o en bicicleta con tal de gozar de un poco de aquel maná. Porque en Milán no había llovido lo más mínimo, y las pocas gotas de Linate se habían quedado en el fenómeno aislado de una nube de paso.
Hundido en el asiento, Santomauro parecía a punto de sufrir un ataque cardíaco. Es más, lo hubiese sufrido con toda seguridad de no haber estado allí Afeltra para confortarle. «Profesor, el periodismo está hecho de dos cosas: de inexactitudes y de rectificaciones». «El periodismo puede que sí –murmuraba el otro–, pero la meteorología no».
Indro Montanelli, «Afeltra», Personajes, Plaza & Janés, 1977, pp. 7-8.
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