Cuarenta y cinco años de terror faruco

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La izquierda liberticida y parrandera, que siempre que puede saca los tambores a la calle para mejor joder al personal, anda curiosamente silente estos días del 45º aniversario de las archiasesinas FARC.

La izquierda liberticida y parrandera, que siempre que puede saca los tambores a la calle para mejor joder al personal, anda curiosamente silente estos días del 45º aniversario de las archiasesinas FARC. Qué raro, o a lo mejor no tanto: por esto, por esto y por esto.

Pues sí, hace ya 45 años de la fundación de este formidable grupo terrorista que se presenta como Ejército del Pueblo –qué originales y mentirosos, los comunistas de todo tiempo y lugar– pero que vive de esquilmar, torturar, matar al Pueblo. Los bravos farucos extorsionan, secuestran, violan; reclutan por la fuerza a menores de edad, siembran las trochas de minas antipersona: no es de extrañar, en fin, que jamás cosechen un respaldo popular superior al 2 o 3%, o sea, al mero margen de error estadístico.

En su momento de siniestro esplendor, el último tramo de los 90 y los primeros años de este siglo, las FARC llegaron a gobernar de facto sobre un tercio de Colombia. Se sentían fuertes y capaces de vencer. Uno de sus gerifaltes, Simón Trinidad, llegó a declarar en 2002, con tremenda soberbia cafre: «Hoy somos un Estado en el cual los miembros de organismos y gobiernos extranjeros que lleguen a Colombia, así como le piden autorización al Gobierno colombiano, se la deben solicitar también a la guerrilla. ¿Por qué? Porque nosotros vamos a gobernar. No a cogobernar, sino a gobernar».

Pero entonces llegó Álvaro Uribe –al que no y mil veces no se puede comparar con Hugo Chávez o Alberto Fujimori, malditas sean las comparaciones odiosas–, y esa narcoguerrilla ultraizquierdista capaz de secuestrar en seis años a 15.000 personas pasó de tener entre 18 y 20.000 efectivos a justamente la mitad, entre 9 y 12.000. Son menos, aún muchos pero muchos menos, y encima andan descabezados: porque sus jefes se han muerto, o los han matado, o andan desertando. Y ahora los farucos se esconden en las selvas, y procuran no hacer ruido, y se asocian con, ¡bingo!, los paramilitares para seguir teniendo voz en el negocio de la droga.

«No han logrado ni uno solo de sus fines, el pueblo los detesta y hasta Fidel Castro considera que su lucha carece de sentido», escribía en El Mundo el otro día Salud Hernández Mora. «Aún así, las FARC no tienen la menor intención de reconocer su fracaso». Ténganlo en cuenta los colombianos de bien –y quienes con ellos se sientan solidarios–, y actúen en consecuencia: porque las FARC no están muertas, y proceder –política y nacionalmente– como si lo estuvieran sería el más trágico error que podrían cometer.

Y es que las FARC siguen teniendo apoyos para sobrevivir, humillar, asesinar: ahí están Chávez, Correa y el resto de la canalla bolivariana, para ayudar con lo que haga falta: dinero, santuarios, armas; y ahí están las drogas, que algunas informaciones aseguran les reportan 1.000 millones de dólares anuales. Ahí está la cocaína, sí; y seguirá estando, por mucho, mucho tiempo. ¿También la onerosísima, ineficaz, contraproducente guerra contra las drogas? En algún momento los tan castigados colombianos, y el resto del mundo, empezando por ejemplo por los mexicanos y los norteamericanos, habrán de ponerle el collar a ese gatazo.

Así que, que nadie se equivoque ni se deje engañar por la intelligentsia más sinvergüenza: las FARC no están, mi mucho menos, muertas: están heridas, pero todavía o sobre todo ahora son capaces de causar tremendo daño, y están a la espera de que escampe, de que pase el huracán Uribe, que les ha dejado con las miserias al aire… y a los colombianos, un país mucho más libre y habitable. De nuevo Salud Hernández Mora, desde Bogotá:

Confían en la llegada de un gobierno débil al que puedan engañar con una falaz oferta de paz mientras reorganizan sus fuerzas.

Ténganlo en cuenta los colombianos de bien y los amantes de la libertad del resto del mundo, sobre todo cuando les vengan las ganas de establecer comparaciones odiosas.

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