Otra dura prueba me esperaba tras ese doloroso peregrinaje. Fuimos a visitar el instituto camboyano que los jemeres rojos habían transformado en centro de detención y tortura, el instituto Tuol Sleng. Allí conocí el inconmensurable horror de las atrocidades cometidas. En el vestíbulo de entrada, los jemeres habían erigido una colina de ropa de hombres, mujeres y niños prisioneros y masacrados. Alrededor, en las paredes, habían colgado sus fotos. Todos llevaban al cuello un pequeño cartel con un número. Les pasé revista, esperando encontrar la de Seng, pero fue en vano. En otra sala se desplegaba un amasijo de huesos y cráneos humanos recuperados de las fosas como recuerdo. Cada aula estaba dividida en varias celdas minúsculas que tenían anillos y cadenas en la pared y donde un hombre apenas podía tumbarse. Su crueldad llegaba hasta el punto de consignar en los registros los detalles de las torturas infligidas a los prisioneros. Por ejemplo, podía leerse que a un hombre le habían quemado la lengua con cigarrillos para hacerle hablar, a otro le habían quitado el hígado antes de morir, con un diagnóstico: hígado de buena calidad. Yo siempre había creído que después del nazismo esos horrores no podían producirse. Y pensar que más tarde, en Francia, periodistas malintencionados y antivietnamitas tuvieron el descaro de decir que Tuol Sleng no era más que una mascarada, una puesta en escena del régimen provietnamita en el poder.
¿Cómo podían tener tan mala fe? Al salir del instituto, vomité toda la comida.
Denise Affonço, El infierno de los jemeres rojos, Libros del Asteroide, Barcelona, 2010, p. 209.
PS: Por cierto, «sólo 25 [de los 166 carceleros de Tuol Sleng] tenían más de 21 años, y algunos de estos hijos de campesinos pobres habían comenzado su carrera revolucionaria a los 10» (Bernard Bruneteau, El siglo de los genocidios, Alianza, Madrid, 2009, p. 278).
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